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domingo, 1 de febrero de 2009
UNA HIJA SABIA
María vivía en una pequeña quinta junto a sus padres y a sus hermanos. Su madre había muerto siendo ella muy pequeña. Eso provocó un gran fortalecimiento en la relación con su padre, quien había venido de Italia en su juventud, dejando a toda su familia allá.
María, desde muy pequeña demostró tener un carácter firme, perseverante, alegre; su risa se oía desde lejos y sus ojos, según su padre, parecían siempre estar tramando una travesura nueva.
El padre trabajaba sembrando la tierra y cuando terminaba su tarea, todos los días, se sentaba en un sillón en la galería, triste, mustio, con sus ojos perdidos en la lejanía. Nunca hablaba mucho, pero viendo su expresión y su mirada no era difícil darse cuenta de que sus pensamientos y su corazón volaban lejos en el tiempo y en el espacio; quizás volvía a ser niño y a recorrer las montañas y los viñedos de su pueblo italiano, quizás volvía a ser novio y a entrar en la iglesia con su novia, quizás volvía a ver a su esposa caminando por la casa grande.
A María y a sus hermanos los entristecía verlo así, se detenían en sus juegos y cuchicheaban entre ellos cómo poder alegrar a su padre. María era siempre la elegida para realizar la “gran tarea”, alegrar a su padre. Casi como un ritual la niña iba muy decidida y se paraba frente al hombre del ceño adusto, lo miraba y con su voz chillona le decía: “Papi, papi, estoy acá”. Eso bastaba para rescatar al hombre de su tristeza, su cara cambiaba inmediatamente y abrazaba a la niña. Esta escena se repetía una y otra vez. Pero un día, María estaba triste. Había tenido un problema en la escuela y cuando sus hermanos la mandaron a hacer su tarea, ella se negaba, porque según decía, “una hija triste no puede alegrar a un padre triste”.
Pero, ante la insistencia de sus hermanos, ella finalmente fue, se paró ante él con cara triste, y con un tono de voz triste, dijo tristemente: “Papi, papi, estoy acá”. Grande fue su sorpresa cuando vio la cara de su padre alegrarse, quizás más que de costumbre.
Pasó el tiempo, María creció, y muchos años después, conoció a Dios como Padre. Y fue recién entonces que pudo comprender qué era lo que alegraba a su padre.
No era su gran parecido a la familia paterna; sus hermanos, en mayor o menor grado, también lo tenían.
No era su propia alegría, sus travesuras, su decisión, su carácter. No, no era nada de eso.
El corazón de su padre se alegraba por la presencia de su hija ante él, su acercamiento confiado y seguro, el sentir su corazón tan cercano al de él, deseosa de encontrar su mirada, de alegrarlo, de agradecerle sin pedirle nada.
El corazón de su padre se alegraba porque esa actitud de María lo hacía sentirse aceptado, reconocido y amado como padre.
Al conocer a su Padre Dios, María pudo entender que lo que realmente alegraba el corazón de su padre era su frase: “Papi, estoy acá. Padre, estoy acá”. Sin saberlo, María fue una hija sabia (Proverbios 10:1).
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Reflexión por Mary Floreancig de López
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Mary, me encantó esta reflexión, buenísima, realmente tocó mi corazón de una manera muy especial, Dios y te bendiga y te siga usando! Laura
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